lunes, 12 de octubre de 2009

LA GENTE DEL FUTURO

Alvin Toffler

Los moradores de la Tierra están divididos no solamente por la raza, la nación, la religión o la ideología, sino también, en cierto sentido, por su posición en el tiempo. Si examinamos las actuales poblaciones del Globo, encontraremos un grupito que sigue viviendo, cazando y buscándose la comida tal como lo hacía el hombre miles de años atrás. Otros, que constituyen la inmensa mayoría de la Humanidad, dependen no de la raza o de la recolección de frutos silvestres, sino de la agricultura. Viven, en muchos aspectos, como sus antepasados de hace siglos. Estos dos grupos representan tal vez, en su conjunto, el 70 por ciento de todos los seres humanos actuales. Son la gente del pasado.

En cambio, algo más del 25 por ciento de la población del mundo forma parte de las sociedades industrializadas. Viven a la moderna. Son productos de la primera mitad del siglo XX, moldeados por la mecanización y la instrucción en masa, pero que conservan huellas del pasado agrícola de su propio país. Son, en efecto, la gente del presente.

El restante dos o tres por ciento de la población mundial no es gente del pasado ni del presente. Pues dentro de los principales centros de cambio tecnológico y cultural, en Santa Mónica, California y Cambridge, Massachusett, en Nueva York y Londres y Tokio, hay millones de hombres y mujeres de los que puede decirse que viven ya la vida del futuro. Precursores muchas veces sin embargo, viven actualmente como vivirán muchos millones el día de mañana. Y aunque sólo representan actualmente un pequeño porcentaje de la población global, forman ya, entre nosotros, una nación internacional del futuro. Son los agentes avanzados del hombre, los primeros ciudadanos de la sociedad superindustrial mundial, actualmente en los dolores del parto.

¿Qué les diferencia del resto de la Humanidad? Ciertamente, son más ricos, están más bien educados, se mueven más que la mayoría de los componentes de la raza humana. También viven más tiempo. Pero lo que caracteriza específicamente a los hombres del futuro es que se han adaptado ya al acelerado ritmo de la vida. “Viven más de prisa” que los que los rodean.

Algunas personas se sienten fuertemente atraídas por este ritmo vital sumamente acelerado desviándose mucho de su camino para alcanzarlo y sintiéndose angustiados, tensos e incómodos cuando aquel ritmo disminuye. Quieren, desesperadamente, estar “donde hay acción”. (En realidad, hay quien se preocupa poco de la clase de acción de que se trate. con tal de que se produzca con la adecuada rapidez) James A. Wilson descubrió, por ejemplo, que la atracción de un veloz ritmo de vida constituye uno de los móviles ocultos de la tan cacareada “fuga de cerebros”, o sea la emigración en masa de sabios europeos a los Estados Unidos y al Canadá. Después de estudiar los casos de 517 científicos e ingenieros ingleses emigrantes, Wilson llegó a la conclusión de que el cebo no había sido únicamente los salarios más elevados o las mayores facilidades para la investigación, sino también el tempo más rápido. Los emigrantes, escribe, “no retroceden ante lo que califican de “ritmo más rápido” de América del Norte sino que en todo caso, parecen preferir este ritmo los demás”. De modo parecido, un veterano blanco del movimiento de Derechos Civiles, en Mississippi, declara. “Las personas que se han acostumbrado a la acelerada vida urbana... no pueden aguantar mucho tiempo en el Sur rural. Por esto la gente va siempre a alguna parte, sin motivo especial. Los viajes son la droga del Movimiento.” Aunque sin objeto aparente, este correteo es un mecanismo de compensación. La compresión del poderoso atractivo que cierto ritmo de vida puede ejercer sobre el individuo ayuda a explicar muchos comportamientos que de otro modo resultarían inexplicables o “sin objeto”.

Pero si algunas personas ansían el nuevo ritmo, otras se sienten fuertemente repelidas por él y llegan a recursos extremos para “saltar del tiovivo”, según su propia expresión. Cualquier compromiso con la Naciente sociedad superindustrial significa comprometerse con un mundo que se mueve mucho más de prisa que antes. Y prefieren desligarse y haraganear a su propio ritmo. No fue casualidad que una pieza musical titulada stop the World... I want to Get Off (Pared el mundo… quiero bajar) alcanzase en Londres y Nueva York, hace unas cuarentas temporadas, un éxito resonante.

El quietismo y la búsqueda de nuevas maneras de “evasión” que caracterizan a ciertos hippies (aunque no a todos) pueden estar menos motivados por su pregonada aversión a los valores de la civilización tecnológica, más que por un esfuerzo inconsciente para escapar de un ritmo de vida que puede resultarle intolerable. No es pura coincidencia que califiquen a la sociedad de “carrera de ratones”, términos que aluda concretamente a la velocidad.

La gente mayor está aún más predispuesta a reaccionar enérgicamente contra cualquier ulterior aceleración de cambio. La observación de que la edad va a menudo del brazo con el conservadurismo tiene una sólida base matemática: el tiempo pasa más de prisa para los viejos.

Cuando un padre de cincuenta años dice a su hijo de quince que tendrá que esperar dos años para tener coche propio, este intervalo de 730 días representan únicamente un 4 por ciento del tiempo de vida del padre hasta la fecha. En cambio, representa el 13 por ciento de la vida del muchacho. No es, pues, de extrañar que a éste la demora le parezca tres o cuatro veces más larga que a su padre. De manera parecida, dos horas de la vida de un niño de cuatro años puede ser sentidas como equivalente a doce horas de la vida de su madre de veinticuatro años. Pedirle al chico que espere dos horas para comer un caramelo puede ser lo mismo que pedirle a la madre que espere veinticuatro para tomar una taza de café.

Estas diferencias en la reacción subjetiva al tiempo pueden tener también causas biológicas “con el paso de los años –escribe el psicólogo John Cohen, de la Universidad de Manchester-, el calendario aparece encogerse progresivamente. Mirando hacia atrás cada año aparece más breve que el anterior, posiblemente como resultado de la gradual retardación de los procesos metabólicos.” En relación con la mayor lentitud de sus propios ritmos biológicos, los viejos deben de tener la impresión de que el mundo se mueve más de prisa, aunque no sea así.

Sean cuales fueren las razones, cualquier aceleración del cambio, cuyo efecto, en un intervalo dado, es acumular más situaciones en el canal de la experiencia, resulta aumentado en la percepción de la persona de edad. Al acelerarse el ritmo del cambio en la sociedad, un número creciente de personas mayores siente agudamente la diferencia. Y también ellos se desprenden, se retiran a un medio privado, cortan el mayor número posible de contactos con el veloz mundo exterior y, en definitiva, vegetan hasta la muerte. Quizás no lograremos resolver los problemas psicológicos de los viejos hasta que encontremos los medios –a través de la bioquímica o de la reeducación– de cambiar su sentido del tiempo o de proporcionarles enclaves estructurados, en los que el ritmo de la vida esté controlado e incluso, tal vez, regulado según un calendario “de escala variable”, que refleje su propia percepción subjetiva del tiempo.

Muchos conflictos de otro modo incomprensibles –entre generaciones, entre padres e hijos, entre maridos y esposas– pueden derivarse de reacciones diferenciales del ritmo de la vida. Y lo propio puede decirse de los choques entre culturas.

Cada cultura tiene su propio ritmo característico. F. M. Esfandiary, novelista y ensayista iraní, refiere una colisión entre dos sistemas de ritmo diferente, cuando unos ingenieros alemanes colaboraron, en el período anterior a la Segunda Guerra Mundial, en la construcción de un ferrocarril en el país de aquél. Los iraníes y otros moradores del Oriente Medio solían adoptar, en lo que se refiere al tiempo, una actitud mucho más relajada que los americanos o los europeos occidentales. Al acudir los obreros iraníes al trabajo con un retraso constante de diez minutos, los alemanes, siempre superpuntuales y apresurados, empezaron a despedirles en masa. Los ingenieros iraníes las pasaron moradas para convencerles de que, dadas las costumbres de Oriente Medio, aquellos trabajadores mostraban una puntualidad heroica, y que si continuaban los despidos pronto quedarían solamente las mujeres y los niños para hacer el trabajo.

Esta indiferencia al tiempo puede resultar enloquecedora para los que tienen prisa y están siempre mirando el reloj. Así, los italianos de Milán o de Turín, las industriosas ciudades del Norte, contemplan con desdén a los relativamente lentos sicilianos, cuyas vidas siguen aún el calmoso ritmo de la agricultura. Los suecos de Estocolmo o de Goteborg sienten aproximadamente lo mismo por los lapones. Los americanos se burlan de los mexicanos, para quienes mañana significa muy pronto. En los propios Estados Unidos, los norteños consideran lentos a los del Sur y los negros de la clase media censuran a los obreros negros llegados del Sur porque trabajan en “C.P.T.” (Tiempo de la gente de color). En contraste con éstos, y comparados con casi todos los demás, los americanos y canadienses blancos son considerados como apresurados y afanosos emprendedores.

Las poblaciones se oponen a veces activamente al cambio de ritmo. Esto explica el antagonismo patológico con lo que muchos consideran “americanización” de Europa. La nueva tecnología que sirve de base al superindustrialismo, gran parte de la cual es forjada en los laboratorios de investigación americanos, trae consigo una inevitable aceleración del cambio en la sociedad, así como un concomitante apresuramiento del ritmo de la vida individual. Aunque los oradores antiamericanos eligen las computadoras o la “Coca-Cola” para sus críticas, su verdadera objeción puede ser muy bien la invasión de Europa por un extraño sentido del tiempo. América, como punta de lanza del superindustrialismo, representa un tempo nuevo, más rápido y en modo alguno deseado.

Esta cuestión aparece exactamente simbolizada por el irritado clamor con que fue recibida la reciente introducción en París de los drugstores a estilo americano. Para muchos franceses, su existencia constituye una enojosa prueba de siniestro “imperialismo cultural” por parte de los Estados Unidos. A los americanos les cuesta comprender tan apasionada reacción contra una fuente gaseosa tan inofensiva. Pero este hecho se explica porque, en el drugestore, el francés sediente engulle de golpe un batido de leche, en vez de haraganear una hora o dos sorbiendo un aperitivo en la terraza de un bar. Conviene advertir que mientras en los últimos años se extendía la nueva técnica, unos 30,000 bistros cerraron sus puertas para siempre, víctimas, según la revista Time, de una “cultura a breve plazo”. (En realidad, puede ser muy bien que a razones exclusivamente políticas, sino a una repudiación inconsciente de su título. Time, con su brevedad y su estilo conciso, exporta algo más que el sistema de vida americano. Encarna y exporta algo más que el sistema de vida americanos. Encarna y exporta al ritmo de vida americano).

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 TOFFLER, Alvin. 1993. El Shock del Futuro. España,
Plaza & Janes Editores, S.A., 11º ed., pp. 44 - 49.








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